Mal que algunos les pese, los individuos siempre quisimos ser libres, sentirnos libres; los esfuerzos por alcanzar la libertad fueron muchos y costaron muchas vidas de gentes que lucharon por ello a lo largo de los tiempos.
Respecto de la igualdad pasa un tanto de lo mismo, aunque en este caso las personas nunca podemos ser iguales en nada, ni en pensamiento, en religión, en costumbres, en la forma de encarar el futuro, aunque siempre haya existido una clara tendencia de quienes han querido ser superiores y someter al resto de la sociedad; son las funciones de mandar y obedecer que se reparten estratégicamente.
Jurídicamente tanto la igualdad como la libertad son conceptos globales y genéricos que tienden a diferenciar a las personas por la masa de riqueza que posean, por su estatus de poder; solo las mayores fortunas tienen la plenitud de derechos, por ser precisamente ellos quienes marcan las normas que más interesa a su relevancia para conservarla y si se puede acrecentarla.
Ellos, los poderosos, son quienes mandan en la comunidad, son la minoría excelente, y sus representantes se limitan a obedecer al poder central; fijan los precios, salarios, impuestos, organizan y controlan la producción, toman los órganos de representación como si fueran suyos y fiscalizan la justicia, saben lo que les interesa en cada momento.
Normalmente las desigualdades económicas van acompañadas de desigualdades políticas y por tanto de derechos. Desde los cargos municipales hasta el poder central están estratificados para que unos sobresalgan sobre los otros, ordenando y disponiendo lo que los demás deben hacer y abusando de su posición de dominio; citaré algunos ejemplos en la historia.
La crónica de Alfonso III de Asturias recuerda que en tiempos del rey Aurelio, a finales del siglo VIII, los hombres de condición servil se levantaron en rebelión contra sus señores pero, vencidos por la diligencia del rey, fueron reducidos todos a la antigua servidumbre.
Sahagún fue un señorío en el que los abades tenían los privilegios feudales. Sus vecinos – artesanos y mercaderes- y los del territorio – campesinos- debían un censo anual, estaban sujetos al monopolio del horno y no podían vender vino ni comprar paños o pescado antes de que lo hicieran los monjes.
Cuentan las crónicas el caso de Juan Boinebroke, patricio de Douai, fallecido en 1285. Juan compraba lana en Inglaterra, la facilitaba a los artesanos a precios superiores a los del mercado y adquiría los productos elaborados pagándolos mal y tarde, evitando las reclamaciones gracias a su cargo público en la ciudad; actuaba como prestamista de quienes trabajaban para él y completaba su dominio con la adquisición de numerosos inmuebles que alquilaba a precios abusivos.
Este tipo de actuación se generalizó en la segunda mitad del siglo XIII en las ciudades industriales italianas, del norte de Francia, de Flandes o Barcelona para llegar al sometimiento de la población.
En este mismo siglo XIII en una zona próspera como era Picardía (norte de Francia), de diez campesinos uno estaba en la miseria, tres en la penuria, cuatro vivían modestamente, dentro de una cierta seguridad y solo dos conocían la abundancia.
Las desigualdades económicas y sociales observadas en la ciudad se reproducían en el campo con revueltas contra el orden establecido especialmente a partir de mediados del siglo XIV con el recrudecimiento de la autoridad y las exigencias señoriales.
En Galicia se produjeron levantamientos antiseñoriales desde comienzos del siglo XV. En Santiago se creó una hermandad que desde 1418 canalizaba las protestas contra el arzobispo; en Orense arrojaron al río Miño al obispo y a partir de 1431 tuvo lugar la que se dio en llamar la primera guerra irmandiña, que se inició con los campesinos en El Ferrol.
Ortega en la “rebelión de las masas” afirma que “somos aquello que nuestro mundo nos invita a ser, y las facciones fundamentales de nuestra alma son impresas en ella por el perfil del contorno como por un molde”.
Como la corriente de un río tiene su continuidad hasta la desembocadura, en la historia de la humanidad se han ido encadenando formas y métodos de diferenciación social.
Antaño fueron los señores feudales, pasamos en el transcurrir de los tiempos por la burguesía, que poseía talento (dice Ortega que sabían organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo) y ahora con esos nuevos amos del mundo que mueven nuestro destino; son los señores feudales modernos y no menos peligrosos quienes llevan a la desmoralización de la humanidad al depender nuestra existencia de tantas incógnitas. Son seres supremos.
Entre esos seres que se creen supremos, aún no siéndolo, pretenden pasar a la historia sin decoro, en una sociedad cuyo Estado, cuyo imperio o mando, es constitutivamente fraudulento, sustentado en la mentira y el engaño a aquellos que aún sabiéndose engañados siguen sin rechistar a los supremacistas; esta ocupación mental de los demás genera servidumbres y sometimientos gratuitos e incluso a cambio de limosnas extraídas de los presupuestos públicos que mal gestionan.
Las grandes ciudades es dónde se concentra el poder de decisión, la economía; la política controla a los grupos sociales a su antojo, son el objetivo a batir, porque los pequeños núcleos de población e incluso aquellos que se ha dado en llamar la España olvidada esos no cuentan, están tan necesitados de todo que son incapaces de sobrevivir por sí mismos, son estructuras civiles a extinguir desde el punto de vista del interés mediático producto de la perversión del Estado.
Es importante el modelo de Estado que en cada momento de la historia de España nos hemos dado y que en buena medida se dirimió durante el siglo XIX en el juego establecido entre dos instituciones: Rey y Cortes, y dos poderes: legislativo y ejecutivo.
En la Constitución de 1978 se define la forma política de España, una monarquía parlamentaria, aunque la monarquía no determina la forma del Estado, ni siquiera la forma de gobierno, sino tan solo la forma que adopta la Jefatura del Estado, la Corona no participa en la función de gobierno ni en la dirección política del Estado que a su vez es dependiente de decenas de estructuras internacionales que mediatizan y ordenan decisiones; se desconoce quiénes las componen ni qué preparación tienen para ocupar puestos generosamente remunerados; lo cierto es que nuestra vida, entiéndase en el sentido más amplio de la palabra, no depende de nosotros sino de quienes son nuestros señores en el siglo XXI; demos gracias a que, de momento, nos dejan levantarnos cada día para seguir siendo siervos.
Mariano Avilés – Jurista
Marzo 2003