Quienes hemos vivido intensamente la vida del ferrocarril, por ser nuestros mayores de esa bendita profesión, no tenemos por menos que amar al ferrocarril y disfrutar cuando viajamos en tren o cuando simplemente vemos surcar por los paisajes a la locomotora que arrastra (hoy de forma menos cansada que antaño) a los muchos vagones que componen la formación.
Impresiona ver un tren deslizarse en el horizonte, aunque los tiempos han hecho desaparecer tanto el ruido de la locomotora como el humo que irremediablemente dejaba atrás; hoy ya no suena aquel silbato que saludaba a quienes querían contemplar el espectáculo de un tren con el brío de entonces. Quiero brindar este pequeño homenaje a los trenes de vapor y a los hombres del ferrocarril.
Haber nacido en Alcázar de San Juan imprime carácter; un pueblo manchego atado al tren; todas las familias de Alcázar han tenido o tienen a alguien vinculado al camino de hierro.
Un viaje en tren genera sensaciones especiales, evoca momentos grandiosos de lo que supone ser ferroviario. Lo supe por mis abuelos, pero sobre todo por mi padre, persona que quería a su profesión ferroviaria con la pasión de quien vio el progreso de España en forma de raíles.
Máquinas de carbón, duras de manejar por hombres hechos de una pasta diferente, constantes y servidores de un fin único como era el de cumplir con la tarea del transporte en una época que todo se movía poco, era el transporte de viajeros, mercancías o cartas; era aquella una España que empezaba a despertar del letargo de la guerra civil.
Aquellos hombres que estudiaban en libros rudimentarios lo que era la física de esos monstruos grandiosos, colosales, que caminaban los caminos de hierro arrastrando su existencia lentamente por las estaciones de España; eran máquinas preciosas que limpiaban y abrillantaban para sacarlas a pasear con orgullo en el siguiente viaje; una ceremonia de gestos infinitos que marcaron una época del ferrocarril de brillante hollín.
Alcázar tenía uno de los depósitos de máquinas de vapor (luego de eléctricas) más importantes de España. En Alcázar se divide (aún hoy) el trazado de la vía hacia Levante y hacia Andalucía; paso obligado de expresos y correos que dejaban en el aire un olor a carbonilla característico.
La estación de Alcázar era un lugar idóneo para pasar el rato observando, a falta de otras diversiones; un continuo ajetreo de trenes, máquinas y personas que se cambiaban para continuar el viaje con transbordos incluidos; viajeros que reposaban y cobijaban en los duros inviernos alrededor de las estufas de la grandiosa fonda de la estación recubierta con baldosines de motivos quijotescos y de humo de los cigarrillos; eran momentos necesarios para comprar avituallamiento y las obligadas tortas de Alcázar que llevaban a la familia.
Empleados, maleteros con sus carretillas dispuestos a transportar los “bultos” a cambio de alguna moneda, remolques motorizados que siempre tenían preferencia para cargar mercancías en los trenes; era el tren el medio de transporte ideal por falta de coches y carreteras, accesible a todos los bolsillos.
El ruido que se percibía en las madrugadas era cansino, era de máquinas de vapor descomprimiendo las calderas y de ese “empujoncito” que se percibía cuando se volvía a enganchar la máquina después de haberse cambiado y llenado de agua; eran momentos de pereza desde el duermevela del cansino traqueteo del tren al pasar las ruedas por las juntas de los carriles.
El ambiente olía a carbón, la vía olía al carbón acumulado por el paso de las máquinas y las traviesas de madera eran testigo sufrido del crepitar de las calderas alimentadas con el agua de las enormes fuentes.
El carbón se acumulaba en la mochila del tender para ser consumido, palada a palada, por el incansable fogonero; momentos de la historia del ferrocarril en los que quienes conducían el tren deberían saber de cocina, aunque fuera elemental y rústica, para poder subsistir en los largos viajes de ida y vuelta varios días después. Fueron momentos de tartera, cesta y de la olla ferroviaria, un invento este para mitigar la necesidad de alimentarse.
Ruido de descompresión de la caldera de la máquina, chorros de vapor que impregnaban hasta envolver en una niebla espesa a viajeros y a los mozos que cansinamente con un martillo de largo mango golpeaban las ruedas del tren para (por el sonido) percibir si había algún problema en ellas; horas de letargo y duermevela; todo era como un decorado que se repetía en las estaciones y que terminaba con el silbato del “factor de circulación” que con su gorra de reborde laureado y banderín rojo determinaba el comienzo de volver a acelerar la maquina con sus resoplidos hasta alcanzar la velocidad deseada, o permitida conforme al trazado de la vía.
Entonces las estaciones estaban más lejos unas de otras, los kilómetros parecían ser más largos entonces que ahora y el tren tardaba más en recorrerlos ; era lo mejor, era realmente bello poder viajar en aquellos vagones que se dividían en clase primera, segunda y tercera, en los que podía suceder de todo; los trenes eran como una gran calle con trasiego de gentes que iban y venían, un desorden acumulado y casi necesario.
Las ventanillas son pantallas de cine en movimiento que van troceando el paisaje y componiendo las viñetas del inmenso cómic que es un viaje en tren. El tren ha servido para tender puentes entre las personas y los pueblos; el tren está en la vida de todos y aunque los tiempos dieron paso a los coches, al avión o a los barcos, nada podrá sustituir a la legendaria llamada: ¡Viajeros, al tren! para que aflore la nostalgia y el placer de viajar.
Mariano Avilés – jurista. Abril 2023