11 septiembre 2025

Publicado en el semanario de la Mancha

Siempre contemple el ferrocarril como una “institución” en mi vida; mi familia estuvo muy vinculada a su evolución; desde las máquinas de vapor, las diésel o las eléctricas, eléctricas de primera y las de última generación que ahora mueven los vagones por las vías a velocidad que mis abuelos jamás pudieron imaginar.

Las estaciones se alzan en el corazón de nuestras tierras allá donde el pasado se funde con el presente en épocas en las que eran testigo del progreso, son ejemplo viviente de una época de sacrificios y esfuerzo; cuando entraban los trenes con máquinas de vapor en el cambio de agujas de la estación lo hacían con un toque de silbato anunciando que la espera por su llegada terminaba, bien para marcharse o para recibir a alguien.

Cada estación es un monumento al espíritu humano constructivo. El chirrido de las ruedas con el roce sobre el rail, el eco de las despedidas o el abrazo a quien se espera; el espacio de la estación ha sido escenario de increíbles historias humanas. Las estaciones unían pueblos, unían gentes, unían inquietudes en épocas que se estaba orgulloso de cuanto se conseguía con disciplina y trabajo. Las estaciones eran, y son aún, el comienzo o el fin de quienes en muchas ocasiones se embarcan hacia lo desconocido movidos por inquietudes y posibles riesgos.

Las estaciones de ferrocarril, una tras otra, en los recorridos de sus vías son testigos humildes (algunas rurales abandonadas hoy) del trasiego de gentes que en sus maletas comprimían frustraciones, ilusiones, esperanzas e incluso el fin de un viaje por la vida para volver a su origen, al pueblo, a la ciudad, o alejarse para siempre. Las estaciones de ferrocarril abandonadas no son sino el resultado de ese otro abandono de los del pueblo, de quienes se fueron del medio rural a otros lugares buscando el sustento y mejor vida, a veces recorriendo un camino de no retorno.

Cada ladrillo, cada viga de hierro son el resultado del duro trabajo de generaciones de personas que amaron al ferrocarril haciéndolo más grande por un compromiso de progreso que nos ha traído hasta el día de hoy. Las grandiosas estaciones lucen majestuosamente y hoy se mantienen en pie maquilladas y restauradas, son el tributo obligado a aquellos héroes que hicieron del ferrocarril no solo su medio de vida sino también una demostración de agradecimiento; estaciones de paso y estaciones de destino final o de final de trayecto; todo un espectáculo, piezas de museo erguidas desafiando los tiempos y los progresos.

Cuando orgulloso contemplo la estación de Alcázar de San Juan (mi estación) tengo una imagen en blanco y negro de lo que he visto en ella de las muchas veces que fui a esperar a mi padre; un esplendoroso pasado que hoy es recordado por el paso de algunos trenes que unen Madrid con el Levante y Andalucía. La estación de Alcázar de San Juan se alza presumida y elegante reposando su pasado con la humildad de las grandes.

Conozco importantes estaciones con estructuras impresionantes (Madrid, Sevilla, Barcelona y muchas más), algunas reconvertidas lamentablemente para otros usos aunque en el fondo rememoran lo que fueron en sus estancados recuerdos. En esos recuerdos de infancia siempre me impresionaban las estaciones de ferrocarril, algunas llegué a conocerlas con el paso del tiempo y otras las sigo conociendo en la actualidad hasta completar esa lista imaginaria de la que nunca me he desprendido.

Pero si alguna estación tenía idealizada en el subconsciente era la de Canfranc, mi gran asignatura pendiente por cuanto de ella he estudiado; de aspecto tenebroso a la vez que majestuoso, una estación “de una pieza” la que siempre quise conocer y que ahora, al cabo de muchos años, he podido recorrer antes de convertirse en un hotel de lujo; guarda su extraordinaria estructura ya remozada que amenazaba síntomas de abandono.

Una estación, esta de Canfranc, de la que leí y estudié su historia, terrible historia por los hechos acontecidos en ella y en los que quiero detenerme porque merece la pena conocerlos y airearlos para quienes quieran acercarse a ellos; estación de espías de los de verdad, de los que vemos en las películas, de los de la película Casablanca, de gentes que huían de las garras nazis con una Francia ocupada y que era la vía de escape hacia España, Lisboa, Inglaterra y Sudamérica. La estación de Canfranc fue bautizada como “la rendija de la libertad” por los aliados en la segunda Guerra Mundial.

El 27 de marzo de 1970 un tren francés de mercancías descarriló en el puente de L’Estanguet y lo destrozó, provocando la clausura y abandono de la línea Pau-Canfranc y con ello la estación que fue la puerta de salvación de la Europa del nazismo alemán durante la segunda Guerra Mundial, luchando por la libertad de muchísimas personas perseguidas e identificadas por los nazis como peligrosas quedó clausurada y quienes allí trabajaban se fueron marchando. Si solamente habláramos de judíos estaríamos cifrando en más de treinta mil los que atravesaron la frontera por los medios que podían. Con el cierre la línea del ferrocarril dejó de ser internacional y pasó a ser regional entre Zaragoza y Canfranc.

Antes de hablar del cierre y abandono de la estación de Canfranc hablaré de sus comienzos, de su nacimiento, de su historia. Es una estación situada en territorio español, fronteriza con Francia y con la gestión compartida – en aquel entonces- de las dos naciones; tenían sus respectivos responsables de aduanas, de policía incluso de pequeños destacamentos de tropas.

Se inauguró el 18 de julio de 1928, aquello fue un acontecimiento para el pequeño pueblo de Canfranc al que asistieron el Rey Alfonso XIII, el presidente del gobierno español Miguel Primo de Rivera, el presidente de la República Francesa Gastón Doumergue, el mariscal Petain, autoridades ferroviarias y políticos franceses, una estación señorial que fue un punto clave de conexión entre ambos países. Cuentan las crónicas que a este acto inaugural asistió un joven militar con rango de General que era el director de la Academia Militar de Zaragoza; se llamaba Francisco Franco.

Cuando Hitler decide ocupar toda Francia en 1942, un destacamento de soldados alemanes recibe la orden de tomar la parte francesa de la estación de Canfranc y colocar la esvástica con el fin de controlar el movimiento de personas y mercancías. A esta ocupación los militares y gendarmes franceses no ofrecieron resistencia a ser ocupados y la parte española no puso reparos a la ocupación ante la buena relación de España con Alemania. En la estación se ubicó una compañía de doce soldados alemanes al mando de un oficial. Aquella situación no creaba un clima precisamente pacífico entre trabajadores españoles, militares alemanes, trabajadores franceses, en fin… una mezcla de intereses políticos difíciles de gestionar, los alemanes invadían competencias de los trabajadores españoles que mostraban su disconformidad con la frecuencia que prudentemente podían. La estación de Canfranc como puesto fronterizo se convirtió en una olla a presión.

Era el túnel de Canfranc, de ocho kilómetros, el camino perfecto para atravesar los Pirineos desde Francia para llegar a España huyendo de los confinamientos y torturas nazis; en su construcción murieron más de cuatrocientos obreros y se tardó el taladrar la roca cuatro años (1908 a 1912). El túnel discurre a mil metros de altitud y es de forma helicoidal en la boca de la parte francesa.

Todas las noches hacia las 22 horas un tren procedente de Madrid paraba en Canfranc y enlazaba con otro francés hacia Paris; el cambio de tren era necesario por el ancho de vía distinto entre España y Francia; cada mañana llagaba otro tren desde Francia y enlazaba con otro que desde Canfranc iba a Madrid y Lisboa.

En los trenes que pasaban la frontera de Canfranc se intercambiaba documentación de importancia para la resistencia francesa y para los estados mayores de Gran  Bretaña y Estados Unidos, información que fue utilizada y sirvió para derrotar a Hitler.

El tráfico de mercancías fue intenso en la mejor época de la estación; durante la segunda Guerra Mundial entre 1940 a 1943 se calcula que el paso de mercancías por la estación de Canfranc hacia la península fue de 1.200 toneladas (víveres y materias primas); era el paso perfecto también para las mercancías que iban desde España para Alemania, mercancías que consistían en minerales  fundamentalmente wolframio y hierro de las minas de Teruel (doscientas toneladas diarias) que tenían un valor estratégico de primer nivel.

Sofindus (Sociedad Financiera Industrial) era la sociedad que gestionaba tan seductor material. Su accionariado estaba formado por capital alemán en un 25%, el otro 75% eran capitalistas diversos generalmente cercanos a Franco. Sofindus dio empleo a muchos alemanes (espías nazis) y fue una pieza clave para que los nazis intervinieran en la economía española. En las minas españolas de extracción de los minerales llegaron a trabajar más de veinte mil personas que a su vez hacía estraperlo y contrabando. Galicia se convirtió en un hervidero de espías.

Los alemanes necesitaban dichos minerales para reforzar las armas para la contienda mundial; por su parte Alemania enviaba a España oro robado en lingotes (ochenta toneladas) que lavaban los bancos suizos y que era transportado desde Canfranc y dirigido desde el hotel Palace de Madrid en camiones conducidos por personal suizo (conforme acuerdo firmado entre España y Suiza en 1941); los conductores se hospedaban en el pueblo de Canfranc en la icónica Fonda Marraco (hoy desaparecida), junto a algunos soldados alemanes y miembros de la Gestapo (se pueden intuir las tensiones que se producían en cada momento), a la espera de la llegada del tren que desde Francia transportaba el oro parte del cual se quedaba en España y otra parte iba hacia Lisboa y Sudamérica. Algunos de estos camioneros suizos fueron convencidos por Albert Le Lay (responsable de la aduana francesa en la estación) para colaborar en la red de espionaje que tejió y para que hicieran esporádicamente de correo.

Entre los papeles encontrados por Jonathan Diaz accidentalmente y dispersos por las vías, se constataba la entrega de hasta diez toneladas de relojes procedentes  de campos de exterminio así como cuatro toneladas de plata, una tonelada de opio y cuarenta y cuatro toneladas de armamento para el gobierno portugués.

La estación de Canfranc fue un lugar de paso de espías nazis y aliados, con personajes que arriesgaron sus vidas para proporcionar información con la que hacer frente a los alemanes. El papel de los aduaneros tanto español como francés fue decisivo porque por medio de ellos se trasladaban, de unos a otros, documentos sensibles sobre el despliegue de tropas de Hitler en la costa atlántica además de gestionar cada caso de las personas que buscaban la libertad; así salvaron la vida de multitud de perseguidos. La frontera aragonesa quedó en la Francia libre y permitía una mayor permeabilidad tanto para la huida de fugitivos (judíos, aviadores aliados, ciudadanos franceses, polacos, etc.) como para el paso de secretos desde interior de Francia.

Se intuía la existencia de una red de espionaje en Canfranc liderada por el jefe de la aduana francesa Monsieur Albert Le Lay. Los espías descubiertos y encausados fueron posteriormente condenados por espionaje por el Tribunal  Especial de Delitos de Espionaje, (proceso sumarísimo número 118.358) un juicio sumarísimo documentado en 532 folios a activistas que se jugaron le vida por la libertad de Europa y contribuyeron al desenlace de la segunda Guerra Mundial y al desembarco de Normandía, momento que se conmemora ahora después de ochenta años.

La presión policial provocó que los encausados confesaran sus actividades  e intentaron defenderse aludiendo ante el tribunal español que sus actividades no eran tendentes a perjudicar a España sino que tenían la intención de ayudar a Francia.

El fallo castigó especialmente a los integrantes de la red de espionaje que actuó en la frontera de Canfranc y consideraron los magistrados militares que los acusados conocían el objeto de sus actividades de espionaje y que fueron remunerados por tal servicio. De esta intervención policial pudieron librarse Albert Le Lay y otros miembros de la red como fueron las hermanas Pardo de quienes hablaré después.

Cuando se conoce este historia de espías, persecuciones y ansia por conservar la vida y se visita la estación de Canfranc uno se queda perplejo de cuanto en ella sucedió, las penalidades y esfuerzos padecidos en una época oscura de la historia de la humanidad que tuvo como protagonista una estación que fue una pequeña rendija para alcanzar la libertad.

Mariano Avilés – junio 2025

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